lunes, marzo 21, 2011

Un cardumen

En el centro del desierto, donde los buitres estafan a sus presas y los oasis cumplen su destino de sequías, un cardumen de murciélagos yace sin vida. La fuga de gases tóxicos proveniente de una dimesión paralela los sorprendió en pleno aleteo, con las narices en llamas. Antes de morir, ingresaron en un limbo mental que los trasladó a un océano desolador, donde las amapolas le dieron la bienvenida con gritos y rencor, mientras el caudaloso fuego de los rayos de luz los desintegraba sin pagarle tributo a los pastizales. Las olas los arrastraron hasta las orillas de un precipicio altísimo, donde ensordecieron vilmente, gracias al desgarrador bamboleo de las luciérnagas salvajes de Plutón; insectos de rapiña perfeccionistas y despiadados, capaces de aniquilar a un alce siberiano con el roce eléctrico de sus rodillas.
Seís días más tarde, cuando recuperaron la audición, los murciélagos decidieron tomar caminos diversos y polifónicos.
Los más tímidos prepararon sus pestañas, se quitaron el maquillaje de antaño y huyeron despavoridos, en búsqueda de auxilio, hacia las costas del norte, donde la nieve se amontona en las pirámides y los olmos reverdecen dentro de los iglús. Ahí dejó de soplar el viento del misterio, y todo fue calma y sopor, por el resto de la eternidad.
Los más valientes y decididos exclamaron: "¡Victoria!", hasta oxidar sus cuerdas vocales, mientras se sumergían nuevamente en las tumultuosas aguas del mar, haciendo gárgaras de sal y expulsando ondas radioactivas por los poros. Durante siglos batallaron contra los fantasmas de piratas malheridos, sirenas despechadas, rinocerontes esquizofrénicos y pejerreyes prehistóricos, con resultados inciertos, contaminados por la intriga del alba, que se escurría entre sus escamas. Una mañana se durmieron plácidamente y no volvieron a despertar.
Sin embargo, cuando el cosmos íntegro creía que la especie había sido sentenciada al inefable murmullo de la vacuidad, una fulgorosa centella estival trajo el rumor de que, en la cúspide más alta de la llanura, algunos forasteros intrépidos dijeron haber visto el reflejo de la sombra de uno de ellos, en las cristalinas gotas del lago, mientras la lluvia anunciaba un vendaval y los meteoritos preparaban su caída (anárquicamente sincronizada) sobre el cráter silencioso que esperaba a aquél diluvio.