sábado, febrero 14, 2009

Consejos atravesados por la dimensión fantasmagórica lacaniana para (tachado) el pedregoso sendero de la vida sin reminiscencias racionalistas dañinas

¿Qué vas a decirle a nuestras tortuosas comadrejas? No creo que estén preparadas para un baldazo de cemento en la nuca. No podés ser tan cruel como para triturar sus sentimientos de esa manera. Mejor sentate en la reposera de mimbre, cebate un mate de leche y prestá atención, porque si te portás muy bien, el cielo te regalará una estrella fugaz que se desvanece en el horizonte celeste. Porque la calma conoce de vendavales, y cuando las gotas de rocío se transforman en cascotes, ella está ahí, preparada, con su paraguas de níquel que resiste los caprichos del clima y elude los obstáculos de plástico con indiferencia.
Antes de irme, quiero pedirte una cosita más: no te envenenés con los cantos de las sirenas que llegan desde el mar. Mentira. Mentira. Mentira y más mentira. Todo lo que digas será utilizado en tu contra. El lenguaje fue creado para convertir las mentiras más atroces en verdades cristalinas como el agua de la cascada de los picos gemelos. Vaivenes, dejávùes, búhos y zarigüeyas están invitados a la única función que dará este circo de payasos invisibles que dan serenatas en los sótanos.
El señor de los anteojos torcidos vuelve de su retiro espiritual meditabundo, retrocede y cuenta las baldosas que evitaste pisar por temor a que una maldición indígena recaiga sobre tus omoplatos. ¿Viste que tenía razón? Nada de lo que duele te llega a los huesos, porque sino tus gritos se oirían hasta en la cúspide del templo menonita más ostentoso de las praderas. Laura corre y chiva su vestido de colores, mientras el doblaje se apropia de su voz original y la destierra para siempre del imaginario televisivo que constantemente evocamos cuando nos pican las narices y nos rascamos el ombligo.
Aunque es demasiado obvio que no tenés ni la más escuálida idea que te permita vislumbrar hasta dónde quiero llegar con mi sermón metafórico indirecto, yo perdono todas tus distracciones reincidentes y palmeo con fuerza tu pecho, para que salgas convencido del vestuario y sientas cómo los ángeles revolotean sobre tu espalda, mientras te susurran al oído, quizás con cierta sorna, pero siempre con mucho afecto, que no le regales el centro del ring.