viernes, diciembre 31, 2010

Un taladro

Un taladro rompe el asfalto con una potencia devastadora y febril; enceguecida de su entorno timorato de las siete de la mañana de un martes, en una esquina perdida de José Clemente Paz. Un hombre se despierta por culpa del atroz sonido, antes de que su celular vibre al compás de la melodía de León Gieco seleccionada para que actúe periódicamente de alarma. Mientras despega sus párpados en cámara lenta, ruega con su imaginación para que el vendaval acústico deje de repicar en sus tímpanos.
El raspado de las cerdillas del cepillo de dientes se integra a la orquesta sinfónica improvisada en la calle, con una sorprendente sincronización. El tipo parece resignado a la compañía matutina auditiva, y hasta se lo toma con humor. Simula los movimientos del taladro con su cepillo: una, dos, tres, cinco veces, hasta que hace un buche, escupe y se va a trabajar.
La mañana siguiente es prácticamente igual, excepto por un par de detalles que le otorgan singularidad a los sucesos ocurridos, porque ahora son dos los taladros que destrozan el caluroso cemento, y el cepillo de dientes esta vez no participa de la sinfonía. El hombre sale apurado a su trabajo, sin una gota del buen humor que irradiaba de su rostro durante la mañana anterior.
Al tercer día fueron tres, un día después se convirtieron en cuatro, para ser siete en la séptima jornada de destrucción de la calle Dorrego. La inexplicable multiplicación de obreros y taladros carece de una lógica racional. Aquellas personas encargadas de utilizar las herramientas aniquiladoras se habían presentado en el lugar como sonámbulos hipnotizados, perdidos en su limbo emocional. No almorzaban, no reían, no hablaban, apenas respiraban. Desde la salida hasta la puesta del Sol, sus energías se concentraban en perforar, agujerear y demoler.
Cuando se cumple el centenar de días de la obra, noventa y nueve trabajadores inanimados observan cómo uno de sus compañeros se deja caer a través del interminable pozo que él mismo había empezado a construir cien días atrás.Instantáneamente, el obrero suicida se despierta con los penetrantes golpes de un taladro que opera en las proximidades de su ventana. Se viste en un santiamén y corre hacia la puerta. El hombre que se despertó al principio ahora tiene un taladro en la mano. Su mirada está perdida en el vaivén anárquico del aparato. El obrero suicida se acerca a él, lo mira a los ojos y le susurra unas palabras al oído.
El taladro yace abandonado en el asfalto virgen. El Sol recién se asoma. El obrero suicida moja una medialuna de manteca en su café con leche. El hombre que se despertó al principio, también.