viernes, febrero 11, 2005

Rabia

Hace muchos, muchos domingos, mientras miraba de reojo "El Portal de las Mascotas", escribí este cuentito...
Rabia

Los observo mientras se hamacan. Sus pies no llegan a tocar el suelo y ese simple detalle provoca una revolución entre mis deseos más siniestros. El hilarante sonido de sus agudas carcajadas no es capaz de predecir las aberrantes intenciones que oculto tras mis ideas y esa sensación de inocencia agita los aires de mi morbosidad. Presiento que hoy será el ansiado día que invade constantemente mis sueños.
Para ellos, yo sólo soy un amigable camarada y me encanta ocupar ese confortable lugar. Gracias a mi buena fama e impecable apariencia, puedo ver en el horizonte cómo se concretará mi maldito plan. Únicamente debo soportar unos minutos más sus molestas manos y sus insoportables gritos; cristalizando mi paciencia con los estímulos de ese anhelado instante de explosión.
La plaza está repleta y hay muchos como yo acá, pero ninguno tiene los mismos objetivos, sino que se divierten al compás de una esclavitud desesperante que sus ojos no pueden ver. Yo voy a ser el encargado de reunirlos y liderarlos hacia la liberación, para recuperar nuestro espacio. Si la lucha derrama mucha sangre, mejor aún, tengo sed de rencor y mi pellejo busca venganza. No habrá remordimientos cuando corramos por el pasto sin ataduras ni cadenas.
El reclutamiento del plantel fue sencillo, todos lo de mi especie parecen querer oír mis incasables reclamos. Ninguno se mostró en desacuerdo con el mentado plan, todos están dispuestos a darle una cruel batalla a los malditos enanos parlanchines y toquetones. Somos más de cien y tenemos plena confianza en nuestras aptitudes.
Ya nadie nos va a detener, es demasiado tarde para que puedan neutralizar nuestra arremetida. Nos alineamos en círculos sobre el centro de la plaza y ahora no hay vuelta atrás. Por fin se va a saber quienes somos los verdaderos dueños de este lugar. Vamos a hacerles sentir un temor atroz que no se detendrá hasta que cese el brutal ataque. El sito elegido para iniciar nuestra revancha eterna es el arenero, afilamos los colmillos y salimos en búsqueda de nuestras presas, que no previenen la estampida y caen bajo nuestras garras.
Éstos niños ingenuos e inocentes jamás imaginaron que un caniche como yo podría masticarlos con tanta felicidad. Saboreo sus pequeños hígados mordisqueando la carne con locura, mientras veo que los gran daneses no se quedan atrás y clavan sus dientes en los cráneos de los nenes que están en los toboganes. Los dálmatas se encargan de rasguñar los indefensos ojitos de los chicos que usaban el subibaja y a lo lejos se escucha el aullido victorioso de un siberiano que mató al bebé de su ama tragándoselo vivo. Siete pequineses marrones corroen lo que queda de una niña con rizos dorados al mismo tiempo que un doberman marrón se dedica a engullir los bracitos de un pibe que colgaba del pasamanos. Ni los llantos ni las súplicas de los padres de las víctimas causan un sentimiento de piedad en el ambiente, todo lo contrario, son móviles para maximizar nuestra maldad y elevar el nivel de sufrimiento un poco más.
Los dogos pisotean cuerpos inanimados al compás de sus gruñidos violentos y persiguen la silla de ruedas de una niña que ya conoce su destino. Una pelota de fútbol naranja yace abandonada bajo un árbol y a su lado se encuentra desfigurado su desafortunado dueño. Minutos atrás, un despiadado collie se hizo un festín con su estómago mientras instigaba a un temeroso ovejero alemán para que devore al amiguito, que murmuraba escondido debajo de un arbusto. Un perro de la calle sarnoso sella la gloria revolcándose en la espalda de una bebita demacrada por el barro y la sangre coagulada en su cerebro.
La plaza se llena de ladridos triunfales, el placer de la victoria es inconmensurable. Nos inunda de regocijo el intenso aroma a excremento y orín. Mientras tanto, la gente se dispersa desesperada, llevándose los pocos infantes que lograron salvarse de la masacre. No quieren mirar atrás, sólo escapan de la tarde soleada que se transformó en una horrenda pesadilla. Nosotros percibimos su olor, sentimos el miedo que exhalan y el sudor frío que derraman al huir. Entonces, nos damos cuenta de lo que hicimos y sabemos que esta plaza es el comienzo de una historia que escribiremos con más cadáveres de niños.